Tiempo roto by Margot Chamorro
autor:Margot Chamorro [Chamorro, Margot]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2019-11-02T16:00:00+00:00
17
EL ESTRAPERLO
Y entonces nació aquella palabra. Nadie sabía de dónde venía ni quién la había traído, pero ganaba cuerpo en la calle y dentro de las casas, e iba a ser el centro de nuestras conversaciones diarias. Y al nacer, había traído de la mano a aquella otra que era su contraria y que se llamaba la tasa.
El estraperlo era todo aquello a lo que no se podía llegar, pongo por caso el aceite, que costaba veinte duros el litro, cuando mi padre ganaba dos duros y ochenta céntimos por un día de trabajo; y la tasa… bueno, la tasa eran las colas, las trifulcas y los golpes de los guardias.
Como riada revuelta, la gente venía en multitud. La forma en que corrían y la botella que llevaban en la mano eran la campanilla que alertaba.
Con aquel tropel, una desesperaba por llegar a la puerta de la tienda antes de que al sinvergüenza del tendero le diese por terminar. Gritos, manos alzadas, tirones de pelo y, aún encima, las porras de los guardias apaleándonos.
Abrían la puerta de vez en cuando, y los empujones arreciaban. A las madres el corazón se les salía por los ojos al mirar nuestra agonía, y nos gritaban: «¡salid, salid de ahí!», mientras ellas seguían empujando.
Algunas veces teníamos noticia de que daban el aceite en otro sitio, y entonces, dentro de un portal, juntábamos todos los poquitos en una sola botella y volvíamos a la faena.
Por la noche las colas se hacían en las carboneras, en la de la Alameda y en la de las tres portiñas. Aquello ya era otra cosa. No había empujones ni guardias ni golpes. Solo la oscuridad, rota en las noches de luna llena. Los cestos se perdían calle abajo en larga procesión. En verano era fácil quedarse allí hasta las dos o tres de la mañana. Se contaban historias, se hacían chistes, los rapaces se obstinaban en enamorar a las rapazas, y la gente estaba tranquila y se reía. En invierno ya no era lo mismo. Hacía mucho frío y llovía. Las mujeres también hacían turnos para guardar el sitio y los cestos, pero daba pena verlas dobladas en el rincón de una puerta, tapadas con un pedazo de manta.
Si las que quedaban no eran de ley, los cestos adelantaban o aparecían tirados fuera de la fila, y por la mañana temprano, tan temprano que todavía era de noche, llegaban las otras y, al ver el embrollo, se encolerizaban todas. Pero lo normal era que la cosa se llevase bien, pues terminaban conociéndose y quedaban pocas que hiciesen trampas.
Fueron malos tiempos. ¡Los peores, que yo recuerde! Los niños aprendimos a comer las algarrobas que antes les daban a los caballos, y también la calabaza que comían los cerdos. Recuerdo con placer aquel caldito dulce, calentito, hecho con calabaza, unas pocas judías, un trozo de unto y un poquito de harina de maíz.
Por entonces, el pan pasó a tener dos nombres. Uno era el pan blanco y otro el pan negro. El pan blanco se vendía a escondidas, y eran pocos los que llegaban a él.
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